jueves, 24 de julio de 2014

Duelo



La muerte de un ser querido es devastadora. Cualquiera que sea el vínculo, cualquiera que sea la especie. Es la experiencia más dolorosa por la que puede pasar una persona.

La veterinaria, como la medicina, es la ciencia de sanar a los animales, prevenir y curar enfermedades. También la muerte forma parte de esa ciencia. No morimos porque estemos enfermos, sino porque estamos vivos. Y es esa vida la que, en su conjunto, duele. Duele lo que pensamos y lo que sentimos, lo que recordamos, lo que vemos y, sobretodo, lo que ya no vemos. Lo que buscamos cuando ya no está, lo que recogemos cuando decidimos retirar de nuestro entorno todo lo suyo, para evitar el dolor. Duele lo que evitamos y disimulamos, porque parece que no deba doler lo que nos duele.

Y es que nuestra sociedad es ¨dolorofóbica¨, como dice Jorge Bucay en El camino de las lágrimas, libro al que siempre acudo cuando pierdo y duele, junto al de Joan Brady: Dios vuelve en una Harley.
Según Bucay, la sociedad intenta subestimar la experiencia dolorosa y discapacitante del duelo, obligándonos a esforzarse por superar la pérdida con rapidez y sin ayuda de ningún tipo. Nada más lejos. En ese momento de pérdida, de dolor, de llanto y de recuerdo, necesitamos un abrazo cariñoso, la posibilidad de compartir nuestra historia, el llanto acompañado, el hombro de apoyo y el oído presto a nuestra necesidad de hablar. Esos brazos que nos acogen suelen ser los de un amigo o de la familia. La pérdida de una mascota es aún más dolorosa porque se trata de un miembro de la propia familia, de modo que no sólo afecta a cada integrante individualmente sino que afecta al grupo como un todo, sacudiendo en lo más profundo la capacidad de apoyo del núcleo familiar y transformando esa ayuda necesaria en una enorme debilidad, que sólo se ve contrarrestada si se comparte el dolor, respetando las formas y los tiempos de cada uno.



El proceso de duelo consiste de cinco etapas: la negación, ira, negociación, depresión y aceptación. En un principio el dueño no acepta que su mascota ya no esté a su lado. En la segunda etapa enfurece, seguido por el intento de llegar a algún tipo de acuerdo para no sentir lo que está sintiendo. Termina entristecido, pero finalmente empieza a aceptar la situación y sale a flote. No hay tiempo para eso. Cada persona siente a un ritmo diferente, y perdona también a un ritmo diferente. Esos tiempos están condicionados por el grado de facilidad o dificultad que tenga la persona a la hora de expresar lo que siente.


Decía Sigmund Freud que recordar es el mejor modo de olvidar. Y no hay otra manera de seguir adelante si no conseguimos dejar atrás lo que ya no está con nosotros.
Nos gusta recordar a nuestros animales en el cielo de los perros, tal vez necesitamos recordarles así, en un lugar plácido, oliendo a verde, sin ruidos, prisas, humanos, jugando, saltando, durmiendo o soñando. A lo mejor esperando. A lo mejor a nosotros.

Nuestra naturaleza nos ayuda a mitigar el dolor si nos imaginamos que más allá de su muerte hay algo que los mantiene vivos. Ese algo es su recuerdo. Cuantas veces habremos oído la frase de: mientras sigamos recordándolos seguirán vivos en nosotros.


Hablamos de arco iris que hace las veces de puente hacia el otro lado, sin ni siquiera saber si hay algo al otro lado. Pero necesitamos creer, todos, los propietarios de esos animales que ya no están, y nosotros, los profesionales que supuestamente curamos y prevenimos las enfermedades en ellos. Yo soy una de ellas. Y yo también lloro.

La muerte de un paciente se traduce en un fuerte impacto emocional. No te acostumbras a ello. Debes aprender a asimilar la muerte como parte de la vida. Pero eso no evita que con cada paciente que se te va, se apague un poco de tu luz. No puedes responder al por qué del propietario. No puedes evitar cierto sentimiento de culpabilidad. No puedes desvincularte porque esa vida estaba en tus manos, y ahora se te ha escapado, posiblemente sin tener responsabilidad alguna, sin culpa ni negligencia.
Con el tiempo aprendes que cuando llega la hora, llega, y no hay nada que la medicina pueda hacer al respecto. Tengo un compañero que siempre me repite estas palabras: los animales, a pesar del veterinario, viven. Pues también mueren.
Las muertes esperadas o programadas tienen algo de cruel y morboso a la vez. Acompaña a a la propia muerte una preparación emocional de la familia y una especie de cuenta atrás en el reloj. Por el contrario, las muertes inesperadas, consecuencia de una enfermedad, un accidente o un acto deliberado, aportan un torbellino de sentimientos, a los que se añaden, además de la tristeza, otras emociones como el enfado, la ira y la culpabilidad.


No recuerdo cuando fue la primera vez que viví la muerte de un paciente, no soy capaz de recordar su nombre, solo se que me impactó muchísimo. Recibí a su propietario, hablé con él, le di el apoyo psicológico que necesitaba, le acompañé. Hice mi trabajo, como hago siempre. Pero cuando llegué a casa, ese día y todos los días en que se me muere un paciente, me derrumbé.

El gran problema de afrontar la pérdida de un paciente es que reactiva nuestras propias pérdidas, y si hay duelos mal elaborados, mal asunto.

Algunos compañeros dicen que a medida que vives experiencias de este tipo las “sientes menos”. Comentan que es un bloqueo. Un bloqueo de las emociones negativas que suponen la pérdida de un paciente. La negación impera en la medicina. Son mecanismos de defensa naturales que nos ayudan a seguir adelante. Pero es muy importante no confundir esta negación con insensibilidad. La sensibilidad es absolutamente necesaria para trabajar con seres vivos, de la naturaleza que sean. Pero la bata debe quedar colgada en el despacho cuando nos vamos a casa.




No hay comentarios: